Erupción en el cráneo

Las pasiones que se cocinan lentamente en las profundidades sorprenden por la repentina violencia con la que suelen emerger, más tarde o más temprano, al exterior.

YO TENÍA UNA PASIÓN por las historias. Me gustaba todo lo que me hiciera llorar, reír o quedarme dormida. Sobre todo la combinación de esas tres cosas. Si una historia suscitaba en mí llanto, risa y sueño (en riguroso orden), yo la consideraba una obra maestra.

Como todas las pasiones, la mía era caprichosa y demandaba una atención casi enfermiza. Para alimentarla me veía abocada a la exploración constante de estímulos, los cuales acumulaba e iba cocinando después al chup-chup de un calor latente.

Buscaba en todas partes. De día y de noche. Sospechaba que era precisamente en los momentos de oscura calma cuando sucedían más cosas, aunque no podía corroborarlo. Yo quería percibirlo todo y me frustraba no ser capaz de ensanchar los límites de mi sensibilidad. ¿Qué escritor había dicho que la acción determina el pensamiento? No lo recuerdo, pero en todo caso, debía ser así y no al contrario. Yo engullía sin excepción, me atiborraba de estímulos hasta no distinguir un pensamiento inducido de uno genuino. Cuando no había nada que ver o escuchar, abordaba a la gente por la calle y le pedía que me contara cosas. Resultaba casi obsceno

Yo tenía una pasión por las historias. Me gustaba todo lo que me hiciera llorar, reír o quedarme dormida. Sobre todo la combinación de esas tres cosas. Si una historia suscitaba en mí llanto, risa y sueño (en riguroso orden), yo la consideraba una obra maestra.

En ocasiones me dolía la cabeza, la sentía pesada y caliente. Pero lejos de pararme a descansar, buscaba más acciones, más calor, me movía cada vez más rápido para no perder temperatura. Como el pasajero de una embarcación, que ebrio por el intenso vaivén, se arroja por la borda para fundirse con el líquido elemento, así me integraba yo con el aire caluroso de mis estímulos. Y cuando ese aire alcanzaba la temperatura idónea, se creaba la magia. La inspiración alcanzaba su forma más sublime y las ideas explotaban en miles, rebosaban y se esparcían por todas partes.

Me divertía entonces pensar en un enorme volcán que escupía palomitas. Mi cabeza era un palomitero. ¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! Así sonaba la floración de historias fantásticas. Con algunas había que tener cuidado: si no salían solas, corrían el riesgo de quemarse, así que debía controlar que el calor no fuera excesivo.

Pero la mayoría salían adelante. Yo las lanzaba todas fuera de mi cuerpo. Las veía saltar y me maravillaba ante su precoz sentido de competitividad: parecía como si cada una quisiera llegar más lejos que las demás. ¡Pop! ¡Pop! ¡Pop! Chocaban entre ellas y contra todo, haciendo cada vez más ruido, sin poder controlar los movimientos erráticos que les producía su repentina libertad. Quizás su motivación nacía de la desesperada entrega con la que habían sido gestadas.

Ignoraba qué sería de ellas en el futuro. Aunque fantaseaba con la idea de que acabarían en algún lugar manoseadas y nuevamente engullidas, convertidas en el sustrato de próximas y mejores historias.

Al fin y al cabo, ese debía ser su natural destino.