Cada mañana, Nieves agitaba con respeto ceremonial un preparado a base de jugo de limón, jengibre y pomelo. Lo último en tendencias detox según la Vanity Fair. Se lo tragaba de pie en la cocina y de un solo buche, en un gesto de desesperación contenida con el que intentaba aferrarse al ilusorio ideal de belleza eterna. Tan insolente como insegura, Nieves se miraba fijamente en el espejo y con voz desafiante exigía una validación que apaciguara su infeliz naturaleza:
-Dime, espejo, ¿quién es la mejor, la mujer más guapa y deseada?-. El espejo, dotado con la facultad paranormal de la clarividencia, y amenazado como se sentía por los erráticos cambios de humor de su dueña, respondía siempre complaciente: -Sin duda, tú eres la mujer más guapa y deseada de todas-.
Nieves aprovechaba cualquier momento para deleitarse con su reflejo, así que el espejo no tenía descanso: debía corregir la luz y evitar ángulos desafortunados para que su dueña no colapsarla ante la desagradable visión de su imperfecta condición humana. Frustrado por la explotación laboral a la que se veía sometido, el espejo soñaba con destinar sus poderes a menesteres menos prosaicos. Quería dejar una huella en el mundo, ser de utilidad. En cierta ocasión, mientras mascullaba una salida a sus problemas, escuchó una fuerte discusión entre Nieves y su hija Blanca, a quien recriminaba que, en la efervescencia de sus locos años veinte, se dedicara a coleccionar relaciones sin comprometerse de verdad con nada ni nadie. Blanca quería a su madre, pero sospechaba que sus palabras estaban teñidas de una envenenada nostalgia por tiempos pasados. Ella entendía el amor como una suma, no como renuncia, y se negaba a elegir a un solo hombre para el resto de su vida. El espejo reparó entones en la extraordinaria belleza de Blanca: no solo gozaba de juventud sino que demostraba una sincera indiferencia estética, lo que hacía todavía más irresistible su atractivo. Abrumada por la presión de su madre, Blanca decidió retirarse a vivir en el campo para practicar allí, en el más absoluto anonimato, su propio concepto del amor libre.
Un día, cuando Nieves pronunció su habitual pregunta ante el espejo, éste le contestó: -Estás llena de belleza, es cierto, pero tu hija es mil veces más hermosa que tú y jamás podrás cambiar eso-. Loca de celos, Nieves contrató a un sicario para deshacerse de su hija, pero, al conocerla, el hombre se sintió incapaz de hacer daño a alguien tan bello y terminó por enamorarse. Blanca y el asesino converso se instalaron juntos en una pequeña cabaña en mitad del bosque, la cual, para sorpresa de ambos, estaba ocupada por siete enanos. Por muy pequeños que fueran, compartir espacio con ocho hombres condicionaba bastante la convivencia, pero Blanca concluyó que aquella era una gran oportunidad: no limitaría su vida a un único amor.
Conociendo el efecto devastador que causaría en Nieves la noticia de su fracasado plan, el espejo no reparó en detalles a la hora de mostrar lo que había ocurrido. Saberse superada en belleza era humillante, pero el hecho de que un vulgar enamoramiento hubiera trastocado sus intenciones le parecía insoportable. Furiosa y llena de dolor, Nieves envío a otro asesino para matar a su hija y otra vez no hubo éxito. Cada semana ideaba delirantes planes homicidas y encomendaba la ingrata tarea a alguien nuevo, pero nunca lo conseguían: todos acababan enamorándose de Blanca.
Después de muchos intentos, Nieves decidió zanjar ella misma el asunto. Para no ser descubierta, se disfrazó de anciana con trapos pobres y polvorientos y se dirigió a la cabaña. Creía que una manzana envenenada sería la trampa mortal definitiva, sin embargo, al ofrecerle la fruta, su hija comenzó a gritar con todas sus fuerzas. Nieves había querido ocultar tanto su verdadera identidad, que la fealdad en que se había envuelto, horrorizó a Blanca. Advertidos por sus alaridos, los siete enanos y los sicarios enamorados acudieron para socorrer a su protegida, y obligaron a Nieves a atiborrarse a manzanas hasta caer muerta.
El espejo consiguió por fin lo que durante tanto tiempo fue su único anhelo, aunque entonces no supo cómo enfrentar la verdad terrible de una libertad plena y salvaje. Por primera vez sintió que se vaciaba: ya no reflejaba nada, era transparente y todas las miradas lo atravesaban. Abatido y perplejo por su nueva condición, el espejo se tumbó y mirando al cielo se preguntó:
-¿Qué hacer con tu vida cuando puedes hacer potencialmente todo?-.